Barrio: Santa Teresa. Calle: La Divina
facultad. Casa: Donde el Esteban y la Marcela. Hora: 1 am. La algarabía, la
música ranchera, los vallenatos, los eructos de hombres absoluta y
ridículamente ebrios eran los acompañantes sonoros de los grillos que se ocultaban
en las matas del patio trasero. Era
lunes, pero el combo ya llevaba todo el fin de semana en una completa deba
debido al cumpleaños de muerto de Mister Kiosko, el maloso del barrio Santa
Teresa que habían matado hace un año los del otro lado de la frontera: los del
Barrio “El bar Colombo”. La casa del Esteban y La Marcela era la única ocupada
de un edificio de tres pisos cuya fachada estaba forrada de cemento; el piso
era de cerámica color vino tinto generalmente contrastado con el amarillo verdoso
de los vomitivos restos de cerveza,
cigarrillo, marihuana, perico, ron y sexo.
Esteban no lo sabía, pero de vez en cuando ese piso vino tinto
contrastaba con el blancuzco semen de Josué, al amante ocasional de Marcela al
que no le importaba penetrar a la mujer de su amigo y a la noche siguiente
abrazarlo en medio de una traba o de su cena de cal con coca. En realidad Esteban hacía lo mismo con el de la tienda de la esquina pues a pesar de que le
fiaba la comida diaria, los sábados en la mañana, que era cuando el viejo se
iba a surtir, Esteban se le comía la esposa, se la saboreaba, se la volteaba, y
se la fiaba en secreto. La bajada de Mister Kiosko le había dado muy duro a todo el combo de la Divina Facultad; una
llamada de la chancera les dio aviso en medio de otra noche de beba y baile, de
yerba y trinis, de aspire y transpire. Marcela, que fue la que contestó, no
quería decirle a nadie, en un solo momento sintió que por su esófago subieron
las diez botellas de cerveza que ya se había zampado pero en realidad no fue
sólo cerveza sino también el dolor por haber perdido a quien ella de verdad
quería, a quien ella estaba dispuesta a aguantarle golpes y vueltas raras, con
quien quería compartir anillos (así fueran de lata), a quien le conocía los
muchos vicios y las escondidas virtudes. “Tiquetes de amor” de los K Morales
sonaba por cuarta vez en el equipo de sonido que tenía el volumen máximo. Josué
no pensaba esta vez en el próximo polvo que tendría con Marcela (cosa que hacia
siempre que la veía), esta vez pensaba
en el retraso de media hora que llevaban los demás parceros del combo en
aparecer: Morcilla, El Grande, el Paraguayo, Casillero, El Millo, La Guagua,
todos los manes con los que se mantenía después de haber dejado el colegio,
amigos de beba y droga, mujeres y
calle. Barrio: Santa Teresa. Calle: La Divina facultad. Casa: Donde el Esteban
y la Marcela. Hora: 3.30 am. Los parceros seguían sin aparecer, los presentes
ya estaban hipertostados y en el equipo sonaba a media potencia, por quita vez,
“Tiquetes de amor” de los K Morales.
Oscar Eduardo Rendón Cardona
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