miércoles, 14 de septiembre de 2011

actividad palabras


Actividad de las palabras
¡Marcelaaaaa!- gritaba como loco ese hombre mientras las gotas de licor caían sobre su cara, nunca antes se había visto una lluvia alicorada. Unos la aprovecharon, compraron baldes, llenaron piscinas, sacaron recipientes, todo con el fin de acumular la mayor cantidad de cerveza posible; otros ni se dieron cuenta de lo que sucedió y otros más divertidos salieron a los riachuelos y se bañaron en la bebida. Nuevamente se escuchó  el grito de ese hombre, que sin duda alguna, había consumido más de la mitad de la lluvia caída de esa noche. Zapatos, tomates, pájaros, delfines y hasta elefantes le lazaban los vecinos por las ventanas, estaban desesperados como los quejidos de ese sujeto que parecía iba a tener un ataque al corazón o como mínimo se iba a quedar sin voz.
Uno de esos elefantes arrojados desde lo más alto de un edificio, fue  cambiando de color a medida que descendía, de rosado a beige, de morado a naranja, todos los colores pasaron por su piel. Ese destello de tonalidades alertaron a ese hombre mientras abría la boca  y miraba hacia el cielo para intentar tomar unas gotas más de licor, dio un paso al costado y con la mayor tranquilidad posible simplemente vio Esteban el elefante rebotar contra el pavimento, parecía una pelota de goma de las que nunca están quietas. Voló nuevamente por los aires, casi alcanza la altura de lo que fue lanzado, sólo le faltó un piso para regresar a su hogar; lastimosamente entró por la ventana del apartamento 1408, ese terrible lugar al que, ni el más grande de los animales se atrevería a entrar: el apartamento de Teresa. Ese oscuro lugar, con cabezas de culebras colgando de los techos, espantaba a los curiosos que de reojo se asomaban y no era para menos. Teresa era la abuelita de la mujer cuyo nombre era nombrado a ritos desde la calle por aquel chico, por Josué. Esa señora era la peor de las creaciones que habitaban en el planeta kiosko, plagado de tintos que volaban de sur a norte y de este a oeste.
Josué y Marcela, paradójicamente, nunca se habían visto, nunca en la vida habían hablado y peor aún ella nunca había tenido información de él era un completo desconocido; sin embargo, el chico sostenía en su mano derecha 10 tiquetes para ir a cine el fin de semana con marcela pero ¿para qué 10 boletos? Era para evitar que las personas e sentaran a su alrededor y lograr confesarle su odio a esa mujer, porque eso era lo que sentía por ella, físico y puro odio. Era tan grande ese sentimiento que no se podría guardar ni en el mayor de los casilleros, la facultad para odiar de Josué no tenía comparación ni con el más rudo de los colombos.
Otra vez se escuchó el grito ¡Marcelaaaaaaaa! Ésta vez con más fuerza con más autoridad, tanta, que hasta apagó las velas del frente tenía dispuestas para una cena especial esa noche. La calle quedó en silencio, la lluvia dejó de caer parecía como si el kiosko entero se hubiera paralizado al escuchar el estruendo. Fue en ese momento cuando Josué sintió que podía comenzar con el baile que conquistaría a su chica. Sacó los 4 anillos, los puso en el suelo mirando hacia el sur y sin más retrasos hizo la llamada de los dioses que lo ayudarían a salir de su secreto.
Por: Carlos Ignacio Quintero Franco

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