Actividad de las palabras
¡Marcelaaaaa!- gritaba como loco
ese hombre mientras las gotas de licor caían sobre su cara, nunca antes se había
visto una lluvia alicorada. Unos la aprovecharon, compraron baldes, llenaron
piscinas, sacaron recipientes, todo con el fin de acumular la mayor cantidad de
cerveza posible; otros ni se dieron cuenta de lo que sucedió y otros más
divertidos salieron a los riachuelos y se bañaron en la bebida. Nuevamente se
escuchó el grito de ese hombre, que sin
duda alguna, había consumido más de la mitad de la lluvia caída de esa noche.
Zapatos, tomates, pájaros, delfines y hasta elefantes le lazaban los vecinos
por las ventanas, estaban desesperados como los quejidos de ese sujeto que
parecía iba a tener un ataque al corazón o como mínimo se iba a quedar sin voz.
Uno de esos elefantes arrojados
desde lo más alto de un edificio, fue
cambiando de color a medida que descendía, de rosado a beige, de morado
a naranja, todos los colores pasaron por su piel. Ese destello de tonalidades
alertaron a ese hombre mientras abría la boca
y miraba hacia el cielo para intentar tomar unas gotas más de licor, dio
un paso al costado y con la mayor tranquilidad posible simplemente vio Esteban
el elefante rebotar contra el pavimento, parecía una pelota de goma de las que
nunca están quietas. Voló nuevamente por los aires, casi alcanza la altura de
lo que fue lanzado, sólo le faltó un piso para regresar a su hogar;
lastimosamente entró por la ventana del apartamento 1408, ese terrible lugar al
que, ni el más grande de los animales se atrevería a entrar: el apartamento de
Teresa. Ese oscuro lugar, con cabezas de culebras colgando de los techos,
espantaba a los curiosos que de reojo se asomaban y no era para menos. Teresa
era la abuelita de la mujer cuyo nombre era nombrado a ritos desde la calle por
aquel chico, por Josué. Esa señora era la peor de las creaciones que habitaban
en el planeta kiosko, plagado de tintos que volaban de sur a norte y de este a
oeste.
Josué y Marcela, paradójicamente,
nunca se habían visto, nunca en la vida habían hablado y peor aún ella nunca
había tenido información de él era un completo desconocido; sin embargo, el
chico sostenía en su mano derecha 10 tiquetes para ir a cine el fin de semana
con marcela pero ¿para qué 10 boletos? Era para evitar que las personas e
sentaran a su alrededor y lograr confesarle su odio a esa mujer, porque eso era
lo que sentía por ella, físico y puro odio. Era tan grande ese sentimiento que
no se podría guardar ni en el mayor de los casilleros, la facultad para odiar
de Josué no tenía comparación ni con el más rudo de los colombos.
Otra vez se escuchó el grito
¡Marcelaaaaaaaa! Ésta vez con más fuerza con más autoridad, tanta, que hasta
apagó las velas del frente tenía dispuestas para una cena especial esa noche.
La calle quedó en silencio, la lluvia dejó de caer parecía como si el kiosko
entero se hubiera paralizado al escuchar el estruendo. Fue en ese momento
cuando Josué sintió que podía comenzar con el baile que conquistaría a su
chica. Sacó los 4 anillos, los puso en el suelo mirando hacia el sur y sin más
retrasos hizo la llamada de los dioses que lo ayudarían a salir de su secreto.
Por: Carlos Ignacio Quintero
Franco
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