Las ventanas estaban empañadas con algunas gotitas de
lluvia, el bus cada vez se llenaba más, seguramente quedaría a tope cuando se
fueran del paradero en el que estaban. Ella miraba por la ventanilla cómo la
gente huía para no mojarse o para montarse al bus en montonera.
Sabía que tenía una cita, su mente estaba la mitad en su
compromiso y la otra inventando excusas, a pesar de todo, no quería ir, pero
era casi parte de su rutina, así que lo haría como lo hizo antes, muchas veces,
era un pendiente más.
La lluvia aumentaba y tuvo que cerrar la ventanilla pese al
insoportable calor; el conductor no dejaba de recoger pasajeros y de gritar que
hicieran espacio aunque no cabía un cuerpo más. Media hora más tarde llegó a su
destino y como pudo ser hizo espacio para bajar del bus. Caminó media cuadra
bajo los techitos, para no empaparse, y llegó a la esquina, a donde siempre.
Una casa sin cara de nada con fachada color salmón y con
textura de granito era su lugar de destino. Rebuscó en su bolso cruzado hasta
que encontró una llave plateada atada a una cabuyita, la insertó en la ranura y
la giró tres veces, tenía llave, él no había llegado. Entró a la casa y todo
estaba como la última vez, aunque con una capa más gruesa de polvo; fue a la
cocineta, lavó un vaso y se sirvió agua, tomaba mientras miraba la puerta.
Escuchó un ruidito metálico, seguramente la llave contra otras llaves, alguien
abrió la puerta y entró.
Él, con su traje elegante, saco y corbata, le dio una
sonrisa mientras cerraba la puerta tras de sí. Ella, vestida como una persona
más del común, se dirigió hacia él y lo saludó con un beso simplón, de esos que
se dan como por no dejar. Él, un tanto apurado, la agarró fuerte de la cintura
y la empezó a besar desesperadamente; ella simplemente se dejó llevar.
Mientras se besaban y caminaban hacia la cama, corrieron
algunas sillas e iban tropezando, ella le aflojaba la corbata, le quitó el saco
negro y lo tiró, tal vez al piso, tal vez a la mesa, no supo; empezó a
desabotonar la camisa y algo le dobló las rodillas, ya había llegado a la cama.
Cayó como pudo hacia atrás y recibió casi todo el peso de él encima, ya sin
blusa, sin sostén y con el jean desabotonado, lo siguió besando, con un poquito
más de pasión, pero sin perder la rutina de siempre.
Él se quitó la correa, se abrió el pantalón, metió la mano
en los bóxer y sacó a su “amigo el grande”,
(como él le decía, aunque no fuera verdad), que ya estaba duro; ella se
bajó el jean y el panty hasta las rodillas y se dejó penetrar. Él se empezó a
mover hacia adelante y hacia atrás mientras ella le besaba el cuello, o la boca
otra vez, a veces la oreja, a veces nada. Él sentía mucho, al parecer ella no
tanto, por lo que él se movía cada vez más fuerte intentando hacerla sentir más
mujer, o mejor, tratando de sentirse más hombre por hacerla excitar; ella,
intuyendo lo que hacía, empezó a gemir poquito hasta que fingió el orgasmo y lo
hizo sentir bien, machito, como él quería. Terminaron pero él siguió dentro de ella
un poquito más, hasta que se sintió bien, o tal vez lo apuró el tiempo, en todo
caso se acomodó el pantalón, se abotonó la camisa, se organizó la corbata,
rebuscó el saco y lo sacudió porque había caído al piso, y se lo puso.
Ella se incorporó de la cama, se subió el pantalón, también
sacudió su blusa empolvada, se vistió, se miró en el espejo y de su bolso sacó
un cepillo y su maquillaje, se pintó, apenas si se notaba, se peinó y volvió a
meter todo al bolso.
Él le dijo: “Ahí te dejo pal pasaje. Qué rico sentimos hoy”,
puso algo sobre la mesa, abrió la puerta y antes de cerrarla le dijo que en una
semana, como siempre, que si algo él la llamaba y se fue. Ella fue hasta la
mesa y vio dos papeles con la cara de Jorge Isaacs y la tarjeta de él, con el
logo de un partido político, “Apenas me alcanzará pal pasaje” dijo con una
risita y un tono irónico, guardó los billetes, dejó la tarjeta y se fue dejando
con llave la casa.
Caminó media cuadra, ya no llovía pero olía a polvo, a ese
olor que hace estornudar. Pasó la calle y tomó el bus para devolverse, estaba
mucho más vacío, seguramente llegaría más rápido a su casa y, seguramente, en
una semana, aunque tuviera mucha pereza y muchas excusas en la cabeza, haría el
mismo viajecito a la casa sin cara de nada con fachada de granito color salmón.
Por: Natalia Pérez Ospina
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