La verdad no jugué mucho con carritos de juguete. En mi
cuarto tenía una impresionante colección de mulas, camiones, grúas, camionetas
y automóviles colgados en la pared que se levantaba al lado de mi cama; la otra
pared, por supuesto, estaba atiborrada de muñecas, ositos, barbies y kens que
le pertenecían a mi hermana pues toda la vida había compartido los espacios con
ella; incluso el mismo vientre nos albergó juntos, al mismo tiempo nadamos en
nuestras piscinas amnióticas.
Pero como dije antes no jugué mucho con esos carritos pues
paradójicamente siempre prefería los chécheres de mis primos; los míos fueron
sólo adornos que dejaron una pared herida, horadada y agrietada por los clavos
que los sostenían y que después fueron retirados para colgar un par de
fotografías y diplomas que ya había acumulado; evidencias de un pasado
consistente.
Mayo de 1998
Mi recuerdo del taxi es como una fotografía desenfocada, es
un poco difuso pero aun así puedo distinguir algunas formas y episodios. Era un
Renault 9; su antecesor, el particular taxi negro, ya era parte del pasado
familiar dejando el recuerdo de un par de sucesos inolvidables y especialmente
dejando el sinsabor de una partida indeseada porque fueron dos ladrones, en
medio de la noche, los que bajaron a mi papá del carro, lo amarraron y le
arrebataron la empresa familiar, el medio de sustento, su trabajo, su camello,
su coloca, su “mundo visible”.
El nuevo amarillo llegó por los días de nuestro cumpleaños
(el mío y el de mi hermana). Mi mamá y nosotros dos tuvimos el privilegio de
ser los primeros clientes de la empresa haciendo un recorrido precelebración
anticipada típico con mi papá. Primero en Barrio Triste hicimos paradas en
varios almacenes para buscar uno que otro “lujito” o “gallito” para el
amarillo. Para eso mi papá siempre ha sido el mejor, para cuidar y decorar sus
carros; como el fotógrafo cuidando la iluminación de su trabajo, analizando
cada destello, cada reflejo; como el diseñador probando cada textura y
premeditando cada color. La siguiente
estación fue la casa de Gallego, un amigo de la familia que también era taxista
y que en ese momento era el personaje más apropiado para alabar los nuevos
atavíos del amarillo. Justamente eso era lo que mi papá necesitaba escuchar,
las alabanzas de un tercero (los segundos éramos nosotros tres) que le
otorgaran una inyección de bienestarina a su ego que de por sí ya estaba muy
bien alimentado.
La tercera y última estación fue con el amarillo parqueado
en frente de varios puestos ambulantes de comida que vendían lo que literal,
vulgar, coloquial y corrientemente es llamado “fritangas”. Como siempre mi papá
fue el que más comió y cuando todos estuvimos satisfechos nos sentamos en una
banca del parque donde podíamos ver a un hombre que tocaba una guitarra y
cantaba música de cantina.
Agosto de 2001
Mi hermana estaba haciendo corazones con el dedo índice en
el empañado vidrio de la ventana trasera de “El Pichirilo”, el Renault 4 que
teníamos hace poco. A través de la nébula se alcanzaban a ver destellos rojos
de las parpadeantes luces de los autos. La verdad yo quería que fueran luces de
navidad para probar si esta vez el nacimiento del Niño y la venida de Papá Noel
traían consigo jolgorio y júbilo a mi casa pero en pleno agosto parecía no
haber, ni por equivocación, un pequeño rastro de la “alegría” de la época decembrina;
los problemas que habían en mi casa tenían los músculos fortalecidos mientras
que las bendiciones estaban flacuchas por falta de alimentación.
Enero de 2003
El Pichirilo se había ido pero en su reemplazo llegó una
camioneta 4x4. El automotor no era el único cambio, también llegó una nueva
ciudad, una nueva empresa familiar, nuevos amigos, nuevo colegio y
especialmente nuevos sabores porque
Montería siempre me supo a copito de nieve, un manjar que nunca en mi vida
había probado… pocos lugares me han dejado una marca por sus impresiones gustativas
y esa ciudad calurosa y con pésimo sistema de alcantarillas hizo una
grande. Mi mamá ya tenía una prominente
barriga de ocho meses en la que albergaba otro par de mellizos; parecía que
volvería la época de los carritos de juguete tirados por los pasillos o, quizá
de nuevo, colgados en las paredes porque el médico en la última ecografía había
visto con mucha claridad el sexo masculino de uno de los fetos (el otro feto
nunca reveló su sexo). El día 30 en la mañana a mi mamá le empezaron las
contracciones; desde ese momento el caos y el acelere se apoderaron de mi papá
quien, con una decidida actitud, no aceptaba la idea de que sus hijos nacieran
en tierra ajena a sus raíces así que hizo abordar a mi mamá el asiento
delantero de la camioneta mientras que en la carrocería tiraba el colchón de su
cama matrimonial para que mi hermana, una tía y yo nos acomodáramos en el viaje
hacia Medellín. Fueron cinco horas record. Record en todo; en tiempo de
recorrido, en temor, en uso del motor (acelerador a fondo), en ahorro de
frenos, en resistencia de mi madre para que no rompiera la fuente ni se
rompiera ella, en ansiedad de mi papá, en ayuda de mi tía, en zozobra de mi
abuela; finalmente nacieron dos varones y la cantidad de carritos en los
pasillos (esta vez no se colgó ni siquiera uno) se duplicó.
Junio de 2005
Pasaba horas interminables en el camarote del camión blanco-naranja.
16 horas en promedio era el tiempo que demoraba el trayecto desde Medellín hasta
un lugar apartado del Urabá antioqueño llamado “El Tambo”. Esa cabina achatada
que no sobrepasaba los cuatro metros cuadrados fue nuestro albergue en
tormentas, nuestro Pegaso, nuestro Rocinante, nuestro Babieca…mi Bucéfalo. Hizo
posible múltiples viajes para visitar al ausente, para ir hasta la tierra con
el olor a papaya verde y escribir nuevos episodios en nuestro libro familiar.
Enero de 2011
El año comenzó con juguete nuevo. “El Cerezo” reemplazó
todos aquellos “cuatro ruedas” que ahora son sólo un registro de fotografías capturadas
con nuestra cámara mental de amplio rango de visión pero con problemas de enfoque.
Lo que más me impresiona es la transformación que sufro cuando estoy en el
interior de ese juguete de lata, de ese automotor; reconozco que me despojo de
todo principio moral, de toda inhibición verbal y de toda capacidad social
porque simplemente me provoca mandar a todo el mundo para la mierda. Supongo
que ese poder lo tienen los autos… el poder de mutarnos o quizá, de delatarnos,
aún no sé. Un niño se arma una película completa con su carrito de plástico, se
imagina recorriendo mundos timburtianos en su bólido de juguete y es por eso que
no me resulta extraño que mi alter ego eclosione justo al estar al volante; de
todas formas es difícil ser estable si al conducir debes navegar constantemente
entre cinco estados diferentes y una reversa.
A mi me gusta...
ResponderEliminarde quien es??
ResponderEliminarOscar es tuyo¿¿¿
ResponderEliminaresta buenisimo me encanto toda la historia Y la forma de contarla brutal
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