domingo, 28 de agosto de 2011

DIARIO EN CUATRO RUEDAS

Julio de 1996

La verdad no jugué mucho con carritos de juguete. En mi cuarto tenía una impresionante colección de mulas, camiones, grúas, camionetas y automóviles colgados en la pared que se levantaba al lado de mi cama; la otra pared, por supuesto, estaba atiborrada de muñecas, ositos, barbies y kens que le pertenecían a mi hermana pues toda la vida había compartido los espacios con ella; incluso el mismo vientre nos albergó juntos, al mismo tiempo nadamos en nuestras piscinas amnióticas. 
Pero como dije antes no jugué mucho con esos carritos pues paradójicamente siempre prefería los chécheres de mis primos; los míos fueron sólo adornos que dejaron una pared herida, horadada y agrietada por los clavos que los sostenían y que después fueron retirados para colgar un par de fotografías y diplomas que ya había acumulado; evidencias de un pasado consistente.

Mayo de 1998

Mi recuerdo del taxi es como una fotografía desenfocada, es un poco difuso pero aun así puedo distinguir algunas formas y episodios. Era un Renault 9; su antecesor, el particular taxi negro, ya era parte del pasado familiar dejando el recuerdo de un par de sucesos inolvidables y especialmente dejando el sinsabor de una partida indeseada porque fueron dos ladrones, en medio de la noche, los que bajaron a mi papá del carro, lo amarraron y le arrebataron la empresa familiar, el medio de sustento, su trabajo, su camello, su coloca, su “mundo visible”. 
El nuevo amarillo llegó por los días de nuestro cumpleaños (el mío y el de mi hermana). Mi mamá y nosotros dos tuvimos el privilegio de ser los primeros clientes de la empresa haciendo un recorrido precelebración anticipada típico con mi papá. Primero en Barrio Triste hicimos paradas en varios almacenes para buscar uno que otro “lujito” o “gallito” para el amarillo. Para eso mi papá siempre ha sido el mejor, para cuidar y decorar sus carros; como el fotógrafo cuidando la iluminación de su trabajo, analizando cada destello, cada reflejo; como el diseñador probando cada textura y premeditando cada color.  La siguiente estación fue la casa de Gallego, un amigo de la familia que también era taxista y que en ese momento era el personaje más apropiado para alabar los nuevos atavíos del amarillo. Justamente eso era lo que mi papá necesitaba escuchar, las alabanzas de un tercero (los segundos éramos nosotros tres) que le otorgaran una inyección de bienestarina a su ego que de por sí ya estaba muy bien alimentado.
La tercera y última estación fue con el amarillo parqueado en frente de varios puestos ambulantes de comida que vendían lo que literal, vulgar, coloquial y corrientemente es llamado “fritangas”. Como siempre mi papá fue el que más comió y cuando todos estuvimos satisfechos nos sentamos en una banca del parque donde podíamos ver a un hombre que tocaba una guitarra y cantaba música de cantina.

Agosto de 2001

Mi hermana estaba haciendo corazones con el dedo índice en el empañado vidrio de la ventana trasera de “El Pichirilo”, el Renault 4 que teníamos hace poco. A través de la nébula se alcanzaban a ver destellos rojos de las parpadeantes luces de los autos. La verdad yo quería que fueran luces de navidad para probar si esta vez el nacimiento del Niño y la venida de Papá Noel traían consigo jolgorio y júbilo a mi casa pero en pleno agosto parecía no haber, ni por equivocación, un pequeño rastro de la “alegría” de la época decembrina; los problemas que habían en mi casa tenían los músculos fortalecidos mientras que las bendiciones estaban flacuchas por falta de alimentación. 

Enero de 2003

El Pichirilo se había ido pero en su reemplazo llegó una camioneta 4x4. El automotor no era el único cambio, también llegó una nueva ciudad, una nueva empresa familiar, nuevos amigos, nuevo colegio y especialmente  nuevos sabores porque Montería siempre me supo a copito de nieve, un manjar que nunca en mi vida había probado… pocos lugares me han dejado una marca por sus impresiones gustativas y esa ciudad calurosa y con pésimo sistema de alcantarillas hizo una grande.  Mi mamá ya tenía una prominente barriga de ocho meses en la que albergaba otro par de mellizos; parecía que volvería la época de los carritos de juguete tirados por los pasillos o, quizá de nuevo, colgados en las paredes porque el médico en la última ecografía había visto con mucha claridad el sexo masculino de uno de los fetos (el otro feto nunca reveló su sexo). El día 30 en la mañana a mi mamá le empezaron las contracciones; desde ese momento el caos y el acelere se apoderaron de mi papá quien, con una decidida actitud, no aceptaba la idea de que sus hijos nacieran en tierra ajena a sus raíces así que hizo abordar a mi mamá el asiento delantero de la camioneta mientras que en la carrocería tiraba el colchón de su cama matrimonial para que mi hermana, una tía y yo nos acomodáramos en el viaje hacia Medellín. Fueron cinco horas record. Record en todo; en tiempo de recorrido, en temor, en uso del motor (acelerador a fondo), en ahorro de frenos, en resistencia de mi madre para que no rompiera la fuente ni se rompiera ella, en ansiedad de mi papá, en ayuda de mi tía, en zozobra de mi abuela; finalmente nacieron dos varones y la cantidad de carritos en los pasillos (esta vez no se colgó ni siquiera uno) se duplicó.

Junio de 2005

Pasaba horas interminables en el camarote del camión blanco-naranja. 16 horas en promedio era el tiempo que demoraba el trayecto desde Medellín hasta un lugar apartado del Urabá antioqueño llamado “El Tambo”. Esa cabina achatada que no sobrepasaba los cuatro metros cuadrados fue nuestro albergue en tormentas, nuestro Pegaso, nuestro Rocinante, nuestro Babieca…mi Bucéfalo. Hizo posible múltiples viajes para visitar al ausente, para ir hasta la tierra con el olor a papaya verde y escribir nuevos episodios en nuestro libro familiar.

Enero de 2011

El año comenzó con juguete nuevo. “El Cerezo” reemplazó todos aquellos “cuatro ruedas” que ahora son sólo un registro de fotografías capturadas con nuestra cámara mental de amplio rango de visión pero con problemas de enfoque. Lo que más me impresiona es la transformación que sufro cuando estoy en el interior de ese juguete de lata, de ese automotor; reconozco que me despojo de todo principio moral, de toda inhibición verbal y de toda capacidad social porque simplemente me provoca mandar a todo el mundo para la mierda. Supongo que ese poder lo tienen los autos… el poder de mutarnos o quizá, de delatarnos, aún no sé. Un niño se arma una película completa con su carrito de plástico, se imagina recorriendo mundos timburtianos en su bólido de juguete y es por eso que no me resulta extraño que mi alter ego eclosione justo al estar al volante; de todas formas es difícil ser estable si al conducir debes navegar constantemente entre cinco estados diferentes y una reversa. 



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